Tuesday, August 15, 2006
El Mal de Montano (fragmento). Enrique Vila-Matas
Nota parásita
Me habría encantado ser visitado por los recuerdos personales de Alan Pauls, por los recuerdos del día en que escribió Segunda mano, un capítulo de su libro El factor Borges. Hay en lo que acabo de decir un claro deseo de estar en la piel de un ensayista admirado y un deseo en el fondo menos extraño que el deseo de ser piel roja de Kafka. Lo que a nadie debe sorprender es que admire Segunda mano, pues se trata de trata de una reflexión especialmente aguda en torno al parasitismo literario del gran Borges, en torno a un tema -el del vampirismo libresco- que en las calles de Nantes me había mantenido muy inquieto y preocupado y que se solucionó de golpe al convertirme en parásito literario de mí mismo, descubrimiento feliz que tal vez podría haberme llegado antes de haber sabido aquel día de la existencia de El factor Borges, libro que encontré la semana pasada aquí en Barcelona en casa de Rodrigo Fresán.
Alan Pauls comenta en Segunda mano los efectos benéficos que tuvo en el Borges principiante una crítica adversa que en 1933 escribió un tal Ramón Doll sobre Discusión, el libro de ensayos que Borges había publicado un año antes. Ramón Doll era un crítico nacionalista que en su libro Policía intelectual arremetía contra Borges acusándole de parásito literario: “Esos artículos, bibliográficos por su intención o por su contenido, pertenecen a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien; o en dar por inédito a Don Quijote de la Mancha y Martín Fierro, e imprimir de esas obras páginas enteras; o en hacerse el que a él le interesa averiguar un punto cualquiera y con aire cándido va agregando opiniones de otros, para que vean que no, que él no es unilateral, que es respetuoso de todas las ideas (y es que así se va haciendo el artículo).”
¿Voy a repetir mal lo que Alan Pauls ha dicho bien? Espero que no, pongo aire cándido y escribo que Pauls dice que el pobre Dolls está escandalizado, sí, pero que su escándalo no tiene por qué empañar el hecho de que los cargos que levanta contra Borges suenan particularmente atinados. Y comenta Pauls que Borges, contra toda expectativa del policía Doll, es muy probable que no desaprobara las palabras del crítico, sino más bien todo lo contrario: “Con la astucia y el sentido de la economía de los grandes inadaptados, que reciclan los golpes del enemigo para fortalecer los propios, Borges no rechaza la condena de Doll, sino que la convierte -la revierte- en un programa artístico propio. La obra de Borges abunda en esos personajes subalternos, un poco oscuros, que siguen como sombras el rastro de una obra o de un personaje más luminosos. Traductores, exegetas, anotadores de textos sagrados, intérpretes, bibliotecarios, incluso laderos de guapos y cuchilleros: Borges define una verdadera ética de la subordinación en esa galería de criaturas anónimas (…) Y Pierre Menard corona una larga serie de sumisiones literarias escribiendo de nuevo unos capítulos del Quijote, ¿qué es Pierre Menard sino el colmo del escritor parásito, el iluminado que lleva la vocación subordinada a su cima y a su extinción?”
Esos personajes subalternos, esa ética de la subordinación, unen a Borges con Robert Walser, el autor de Jacob von Gunten, esa novela que es al mismo tiempo un diario de memorable arranque: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada.”
El propio Walser fue siempre un subalterno y podía perfectamente ser uno de sus propios personajes y también uno de los oscuros personajes de Borges. De hecho, Walser trabajó de copista en Zurich, acudía de vez en cuando -el nombre parece inventado por Borges para un cuento de copistas o por el propio Walser, pero no lo es, no es inventado- a la Cámara de escritura para desocupados y allí “sentado en un viejo taburete, al atardecer, a la pálida luz de un quinqué de petróleo, se servía de su elegante caligrafía para copiar direcciones o hacer trabajillos de este género que le encomendaban empresas, asociaciones o personas privadas”.
Walser trabajó en muchas cosas, siempre de subalterno, decía encontrarse bien “en las regiones inferiores”. Fue, por ejemplo, dependiente de librería, secretario de abogado, empleado de banca, obrero de una fábrica de máquinas de coser, y finalmente mayordomo en un castillo de Silesia, todo ello con la voluntad permanente de ir aprendiendo a servir.
Llevado también yo por cierta voluntad de servicio, quisiera decirle al lector que, salvando las insalvables distancias, mi modus operandi literario a veces puede recordar, aunque no caí en la cuenta hasta hace poco -hasta que leí Segunda mano-, al de Borges. Parásito literario lo fui ya en el primer poema que escribí, unos versos amorosos que intentaban enamorar a una compañera de la escuela. Construí el poema copiando directamente a Cernuda e intercalando de vez en cuando, muy de vez en cuando, un verso propio: “Te amo en la bondad de tu patria de bruma”, por ejemplo.
No enamoré a la compañera de escuela, pero ella me dijo que escribía muy bien. En lugar de acordarme de que el poema en un ochenta por ciento pertenecía a Cernuda, pensé que eran los versos propios -que se habían desarrollado gracias a la compañía de un gran poeta- los que habían gustado a la muchacha. Eso me dio una gran seguridad desde aquel día, influyó decisivamente en mis siguientes pasos literarios. Poco a poco el porcentaje de lo copiado en mis poemas fue decreciendo y así lentamente, pero con cierta seguridad, fue apareciendo mi estilo propio y personal, siempre construido -poco o mucho- con la colaboración de los escritores, a los que les extraía la sangre para beneficio propio. Sin prisas, fui haciéndome con un poco de estilo propio, no deslumbrante pero suficiente, algo inconfundiblemente mío, gracias al vampirismo y a la colaboración involuntaria de los demás, de aquellos escritores de los que me valía para encontrar mi literatura personal. Sin prisas, llegando siempre después, en segundo término, para acompañar a un escritor, a todos los Cernuda que iba descubriendo, que aparecían como primeros, como originales. Sin prisas, como esos personajes subalternos de Walser o aquellos tan discretos de Joseph Roth, que pasan por la vida en fuga sin fin, situándose al margen de la realidad que tanto les molesta y también al margen de la existencia para defender frente al mecanismo de lo idéntico -hoy tan imperante en el mundo- un residuo extremo de irreductible individualidad, algo inconfundiblemente suyo. Yo encontré lo mío en los otros, llegando después de ellos, acompañándoles primero y emancipándome después.
Creo que puedo ahora decir, por ejemplo, que gracias al bastón protector de Cernuda comencé a caminar por cuenta propia y fui descubriendo qué clase de escritor era, y también a no saber quién era o, mejor dicho, a saber quién era pero sólo un poco, de igual forma que mi estilo literario es tan sólo un residuo extremo, pero eso siempre será mejor que nada, y lo mismo puede aplicarse a mi existencia: tengo un poco tan sólo de vida propia -como se va observando en este tímido diccionario-, pero ésta es algo inconfundiblemente mío, lo cual sinceramente ya me parece mucho. Dado como está el mundo, ya es mucho tener algo de autobiografía.
Me conozco poco, pero tal vez sea mejor así, tener una vida “escasa a propósito” (que diría Gil de Biedma), pero al menos tener algo de vida, lo que no muchos tienen. Tal vez sea mejor así, pues como le decía Goethe a Eckermann: “No me conozco a mí mismo y espero en Dios no conocerme nunca.”
No conocerse nunca. Es lo que creía Musil que pasa con los diarios íntimos. Él pensaba que la diarística sería la única forma narrativa del futuro, pues contiene en sí todas las formas posibles del discurso. Ahora bien, esto no lo decía precisamente con entusiasmo, más bien creía que era una pérdida de tiempo o una superstición pensar que el diario puede, por ejemplo, ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. El mismo diario que él llevaba ilustra sobre esta desconfianza hacia el diario íntimo, pues éste no es otra cosa que el negativo abrumador de una autobiografía, su más perfecta impugnación. En la versión de Musil el diario era el género sin atributos por excelencia, nada extraño si sabemos que opinaba que en los diarios íntimos quien los escribe “no tiene nada que escuchar ahí” y se preguntaba qué es lo que se pretende escuchar: “¿Los diarios? Un signo de los tiempos. Se publican tantos diarios. Es la forma más cómoda, la más indisciplinada. Bien. Es posible que pronto no se escriban más que diarios, juzgando el resto no potable (…) Es el análisis mismo: nada más y nada menos. No es arte. No debe serlo. ¿De qué sirve escucharse ahí?”
No conocerse nunca o sólo un poco y ser un parásito de otros escritores para acabar teniendo una brizna de literatura propia. Se diría que éste fue mi programa de futuro desde que empezara a escribir copiando a Cernuda. Tal vez lo que he hecho es ir apoyándome en citas de otros para ir conociendo mi exiguo territorio propio de subalterno con algunos destellos vitales y al mismo tiempo descubrir que nunca llegaré a conocerme mucho a mí mismo -porque la vida ya no es una unidad con un centro, “la vida”, decía Nietzche, “ya no reside en la totalidad, en un Todo orgánico y completo”-, pero en cambio podré ser muchas personas, una pavorosa conjunción de los más diversos destinos y un conjunto de ecos de las más variadas procedencias: un escritor tal vez condenado, tarde o temprano -obligado por las circunstancias del tiempo que me ha tocado vivir-, a practicar, más que el género autobiográfico, el autoficticio, aunque para que me llegue la hora de esa condena cabe esperar que me falte mucho, de momento estoy enzarzado en un entrañable homenaje a la Veracidad, metido en un esfuerzo desesperado por contar verdades sobre mi fragmentada vida, antes de que tal vez me llegue la hora de pasarme al terreno de la autoficción, donde sin duda, si no me queda otra salida, simularé que me conozco más de lo que en realidad me conozco.
Decía Walter Benjamin que en nuestro tiempo la única obra realmente dotada de sentido -de sentido crítico también- debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras. Yo a ese collage le añadí en su momento frases e ideas relativamente propias y poco a poco fui construyéndome un mundo autónomo, paradójicamente muy ligado a los ecos de otras obras. Y todo para darme cuenta de que, debido a esa forma de obrar, jamás llegaría a nada o apenas llegaría a mucho, como los estudiantes para mayordomo del Instituto Benjamenta. Pero eso no habrá de impedir que aquí en este diccionario siga contando verdades sobre mi fragmentada y exigua pero suficiente vida.
En fin, fui parásito y sufrí por ello. En Nantes el drama llegó a su cima más extrema. Y descendí, como suele ocurrir cuando se sube tan alto a las cimas de la tragedia. Descendí y vi que no tenía por qué preocuparme de mi historia de parásito, sino convertirla –revertirla- en un programa artístico propio, convertirme en un parásito literario de mí mismo, sacar partido de la reducida pero autónoma parte de mi angustia y de mi obra que podía considerar mía. Luego leí Segunda mano de Pauls y aún quedé más tranquilo cuando vi, por ejemplo, que Borges había sido un caso muy creativo y astuto de parasitismo literario.
Nada tan confortante como esa idea de Pauls de que una importante dimensión de la obra de Borges se juega en esa relación en la que el escritor llega siempre después, en segundo término, en plano subalterno –con biografía mínima, pero con biografía, lo cual ya es mucho-, llega siempre más tarde ese escritor y lo hace para leer o comentar o traducir o introducir una obra o un escritor que aparecen como primeros, como originales. Ya decía Gide que tranquiliza mucho saber que original siempre es el otro.
Me habría encantado ser visitado por los recuerdos personales de Alan Pauls, por los recuerdos del día en que escribió Segunda mano, un capítulo de su libro El factor Borges. Hay en lo que acabo de decir un claro deseo de estar en la piel de un ensayista admirado y un deseo en el fondo menos extraño que el deseo de ser piel roja de Kafka. Lo que a nadie debe sorprender es que admire Segunda mano, pues se trata de trata de una reflexión especialmente aguda en torno al parasitismo literario del gran Borges, en torno a un tema -el del vampirismo libresco- que en las calles de Nantes me había mantenido muy inquieto y preocupado y que se solucionó de golpe al convertirme en parásito literario de mí mismo, descubrimiento feliz que tal vez podría haberme llegado antes de haber sabido aquel día de la existencia de El factor Borges, libro que encontré la semana pasada aquí en Barcelona en casa de Rodrigo Fresán.
Alan Pauls comenta en Segunda mano los efectos benéficos que tuvo en el Borges principiante una crítica adversa que en 1933 escribió un tal Ramón Doll sobre Discusión, el libro de ensayos que Borges había publicado un año antes. Ramón Doll era un crítico nacionalista que en su libro Policía intelectual arremetía contra Borges acusándole de parásito literario: “Esos artículos, bibliográficos por su intención o por su contenido, pertenecen a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien; o en dar por inédito a Don Quijote de la Mancha y Martín Fierro, e imprimir de esas obras páginas enteras; o en hacerse el que a él le interesa averiguar un punto cualquiera y con aire cándido va agregando opiniones de otros, para que vean que no, que él no es unilateral, que es respetuoso de todas las ideas (y es que así se va haciendo el artículo).”
¿Voy a repetir mal lo que Alan Pauls ha dicho bien? Espero que no, pongo aire cándido y escribo que Pauls dice que el pobre Dolls está escandalizado, sí, pero que su escándalo no tiene por qué empañar el hecho de que los cargos que levanta contra Borges suenan particularmente atinados. Y comenta Pauls que Borges, contra toda expectativa del policía Doll, es muy probable que no desaprobara las palabras del crítico, sino más bien todo lo contrario: “Con la astucia y el sentido de la economía de los grandes inadaptados, que reciclan los golpes del enemigo para fortalecer los propios, Borges no rechaza la condena de Doll, sino que la convierte -la revierte- en un programa artístico propio. La obra de Borges abunda en esos personajes subalternos, un poco oscuros, que siguen como sombras el rastro de una obra o de un personaje más luminosos. Traductores, exegetas, anotadores de textos sagrados, intérpretes, bibliotecarios, incluso laderos de guapos y cuchilleros: Borges define una verdadera ética de la subordinación en esa galería de criaturas anónimas (…) Y Pierre Menard corona una larga serie de sumisiones literarias escribiendo de nuevo unos capítulos del Quijote, ¿qué es Pierre Menard sino el colmo del escritor parásito, el iluminado que lleva la vocación subordinada a su cima y a su extinción?”
Esos personajes subalternos, esa ética de la subordinación, unen a Borges con Robert Walser, el autor de Jacob von Gunten, esa novela que es al mismo tiempo un diario de memorable arranque: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada.”
El propio Walser fue siempre un subalterno y podía perfectamente ser uno de sus propios personajes y también uno de los oscuros personajes de Borges. De hecho, Walser trabajó de copista en Zurich, acudía de vez en cuando -el nombre parece inventado por Borges para un cuento de copistas o por el propio Walser, pero no lo es, no es inventado- a la Cámara de escritura para desocupados y allí “sentado en un viejo taburete, al atardecer, a la pálida luz de un quinqué de petróleo, se servía de su elegante caligrafía para copiar direcciones o hacer trabajillos de este género que le encomendaban empresas, asociaciones o personas privadas”.
Walser trabajó en muchas cosas, siempre de subalterno, decía encontrarse bien “en las regiones inferiores”. Fue, por ejemplo, dependiente de librería, secretario de abogado, empleado de banca, obrero de una fábrica de máquinas de coser, y finalmente mayordomo en un castillo de Silesia, todo ello con la voluntad permanente de ir aprendiendo a servir.
Llevado también yo por cierta voluntad de servicio, quisiera decirle al lector que, salvando las insalvables distancias, mi modus operandi literario a veces puede recordar, aunque no caí en la cuenta hasta hace poco -hasta que leí Segunda mano-, al de Borges. Parásito literario lo fui ya en el primer poema que escribí, unos versos amorosos que intentaban enamorar a una compañera de la escuela. Construí el poema copiando directamente a Cernuda e intercalando de vez en cuando, muy de vez en cuando, un verso propio: “Te amo en la bondad de tu patria de bruma”, por ejemplo.
No enamoré a la compañera de escuela, pero ella me dijo que escribía muy bien. En lugar de acordarme de que el poema en un ochenta por ciento pertenecía a Cernuda, pensé que eran los versos propios -que se habían desarrollado gracias a la compañía de un gran poeta- los que habían gustado a la muchacha. Eso me dio una gran seguridad desde aquel día, influyó decisivamente en mis siguientes pasos literarios. Poco a poco el porcentaje de lo copiado en mis poemas fue decreciendo y así lentamente, pero con cierta seguridad, fue apareciendo mi estilo propio y personal, siempre construido -poco o mucho- con la colaboración de los escritores, a los que les extraía la sangre para beneficio propio. Sin prisas, fui haciéndome con un poco de estilo propio, no deslumbrante pero suficiente, algo inconfundiblemente mío, gracias al vampirismo y a la colaboración involuntaria de los demás, de aquellos escritores de los que me valía para encontrar mi literatura personal. Sin prisas, llegando siempre después, en segundo término, para acompañar a un escritor, a todos los Cernuda que iba descubriendo, que aparecían como primeros, como originales. Sin prisas, como esos personajes subalternos de Walser o aquellos tan discretos de Joseph Roth, que pasan por la vida en fuga sin fin, situándose al margen de la realidad que tanto les molesta y también al margen de la existencia para defender frente al mecanismo de lo idéntico -hoy tan imperante en el mundo- un residuo extremo de irreductible individualidad, algo inconfundiblemente suyo. Yo encontré lo mío en los otros, llegando después de ellos, acompañándoles primero y emancipándome después.
Creo que puedo ahora decir, por ejemplo, que gracias al bastón protector de Cernuda comencé a caminar por cuenta propia y fui descubriendo qué clase de escritor era, y también a no saber quién era o, mejor dicho, a saber quién era pero sólo un poco, de igual forma que mi estilo literario es tan sólo un residuo extremo, pero eso siempre será mejor que nada, y lo mismo puede aplicarse a mi existencia: tengo un poco tan sólo de vida propia -como se va observando en este tímido diccionario-, pero ésta es algo inconfundiblemente mío, lo cual sinceramente ya me parece mucho. Dado como está el mundo, ya es mucho tener algo de autobiografía.
Me conozco poco, pero tal vez sea mejor así, tener una vida “escasa a propósito” (que diría Gil de Biedma), pero al menos tener algo de vida, lo que no muchos tienen. Tal vez sea mejor así, pues como le decía Goethe a Eckermann: “No me conozco a mí mismo y espero en Dios no conocerme nunca.”
No conocerse nunca. Es lo que creía Musil que pasa con los diarios íntimos. Él pensaba que la diarística sería la única forma narrativa del futuro, pues contiene en sí todas las formas posibles del discurso. Ahora bien, esto no lo decía precisamente con entusiasmo, más bien creía que era una pérdida de tiempo o una superstición pensar que el diario puede, por ejemplo, ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. El mismo diario que él llevaba ilustra sobre esta desconfianza hacia el diario íntimo, pues éste no es otra cosa que el negativo abrumador de una autobiografía, su más perfecta impugnación. En la versión de Musil el diario era el género sin atributos por excelencia, nada extraño si sabemos que opinaba que en los diarios íntimos quien los escribe “no tiene nada que escuchar ahí” y se preguntaba qué es lo que se pretende escuchar: “¿Los diarios? Un signo de los tiempos. Se publican tantos diarios. Es la forma más cómoda, la más indisciplinada. Bien. Es posible que pronto no se escriban más que diarios, juzgando el resto no potable (…) Es el análisis mismo: nada más y nada menos. No es arte. No debe serlo. ¿De qué sirve escucharse ahí?”
No conocerse nunca o sólo un poco y ser un parásito de otros escritores para acabar teniendo una brizna de literatura propia. Se diría que éste fue mi programa de futuro desde que empezara a escribir copiando a Cernuda. Tal vez lo que he hecho es ir apoyándome en citas de otros para ir conociendo mi exiguo territorio propio de subalterno con algunos destellos vitales y al mismo tiempo descubrir que nunca llegaré a conocerme mucho a mí mismo -porque la vida ya no es una unidad con un centro, “la vida”, decía Nietzche, “ya no reside en la totalidad, en un Todo orgánico y completo”-, pero en cambio podré ser muchas personas, una pavorosa conjunción de los más diversos destinos y un conjunto de ecos de las más variadas procedencias: un escritor tal vez condenado, tarde o temprano -obligado por las circunstancias del tiempo que me ha tocado vivir-, a practicar, más que el género autobiográfico, el autoficticio, aunque para que me llegue la hora de esa condena cabe esperar que me falte mucho, de momento estoy enzarzado en un entrañable homenaje a la Veracidad, metido en un esfuerzo desesperado por contar verdades sobre mi fragmentada vida, antes de que tal vez me llegue la hora de pasarme al terreno de la autoficción, donde sin duda, si no me queda otra salida, simularé que me conozco más de lo que en realidad me conozco.
Decía Walter Benjamin que en nuestro tiempo la única obra realmente dotada de sentido -de sentido crítico también- debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras. Yo a ese collage le añadí en su momento frases e ideas relativamente propias y poco a poco fui construyéndome un mundo autónomo, paradójicamente muy ligado a los ecos de otras obras. Y todo para darme cuenta de que, debido a esa forma de obrar, jamás llegaría a nada o apenas llegaría a mucho, como los estudiantes para mayordomo del Instituto Benjamenta. Pero eso no habrá de impedir que aquí en este diccionario siga contando verdades sobre mi fragmentada y exigua pero suficiente vida.
En fin, fui parásito y sufrí por ello. En Nantes el drama llegó a su cima más extrema. Y descendí, como suele ocurrir cuando se sube tan alto a las cimas de la tragedia. Descendí y vi que no tenía por qué preocuparme de mi historia de parásito, sino convertirla –revertirla- en un programa artístico propio, convertirme en un parásito literario de mí mismo, sacar partido de la reducida pero autónoma parte de mi angustia y de mi obra que podía considerar mía. Luego leí Segunda mano de Pauls y aún quedé más tranquilo cuando vi, por ejemplo, que Borges había sido un caso muy creativo y astuto de parasitismo literario.
Nada tan confortante como esa idea de Pauls de que una importante dimensión de la obra de Borges se juega en esa relación en la que el escritor llega siempre después, en segundo término, en plano subalterno –con biografía mínima, pero con biografía, lo cual ya es mucho-, llega siempre más tarde ese escritor y lo hace para leer o comentar o traducir o introducir una obra o un escritor que aparecen como primeros, como originales. Ya decía Gide que tranquiliza mucho saber que original siempre es el otro.