Tuesday, August 15, 2006

 

Instinto vs. Razón - Un gato negro. E. A. Poe

["Instinct vs. Reason — A Black Cat," Alexander's Weekly Messenger, enero 29 de 1840.]

La línea que demarca el instinto de la creación animal de la alardeada razón del hombre es, más allá de toda duda, del carácter más oscuro e insatisfactorio, un límite más difícil de establecer que el del Nordeste o el Oregon. La cuestión de si los animales inferiores razonan o no, posiblemente nunca será decidida, por cierto nunca en las actuales condiciones de nuestro conocimiento. Mientras el egoísmo y la arrogancia del hombre se empeñen en negar a las bestias la facultad de reflexión, porque concedérsela parecería disminuir su propia jac¬tanciosa supremacía, se encuentra sin embargo constantemente enredado en la paradoja de desacreditar el instinto como una facultad inferior, mientras que se ve obligado en miles de casos a admitir su infinita superioridad sobre la razón misma, que proclama como exclusivamente suya. El instinto, lejos de ser una razón inferior, es quizá la intelección más requerida de todas. Al ver¬dadero filósofo se presenta como la mente divina misma actuando de manera inmediata sobre sus criaturas.
Los hábitos de cierta especie de hormigas, de muchos tipos de arañas y del castor, tienen una maravillosa analogía, o más bien semejanza, con las ope¬raciones habituales de la razón de los hombres; pero el instinto de algunas otras criaturas no presenta semejante analogía, y sólo puede ser remitido al espíritu de la Deidad misma, actuando directamente y a través de ningún órgano corporal sobre la volición del animal. De esta elevada especie de instinto nos proporciona un ejemplo notable el gusano de coral. Esta pequeña criatura, el arquitecto de continentes, no sólo es capaz de construir diques contra el mar, con una precisa finalidad y una adaptación y disposición científicas de las cua¬les el más hábil ingeniero podría extraer sus mejores conocimientos, sino que tiene el don de la profecía. Puede prever, con meses de anticipación, los sim¬ples accidentes que le sucederán a su vivienda, o ayudado por miríadas de sus hermanos, todos actuando como una sola mente (y por cierto actuando con una sola, con la mente del Creador) trabajarán diligentemente para contra¬rrestar influencias que existen sólo en el futuro. También resulta maravilloso considerar algo en relación con la celdilla de la abeja. Si se solicita a un mate¬mático que resuelva el problema de cómo calcular de la mejor manera la forma requerida por la abeja en cuanto a resistencia y espacio, se encontrará envuel¬to en las cuestiones más arduas y abstrusas de investigación analítica. Si se le solicita que explicite qué número de lados dará a la celdilla el espacio más grande, con la mayor solidez, y que defina el ángulo exacto en el que, con vistas al mismo objeto, el techo debe inclinarse, para responder al interrogante deberá ser un Newton o un Laplace. Sin embargo, desde que las abejas han existido, han resuelto continuamente el problema. La principal distinción entre el ins¬tinto y la razón parece ser solamente que uno es infinitamente más exacto, más seguro y más clarividente en su esfera de acción; en el caso de la razón, la esfera de acción es de un alcance mucho mayor. Pero estamos predicando una homilía, cuando nuestra intención era relatar una breve historia sobre un gato.
El autor de este artículo es el dueño de uno de los más notables gatos negros en el mundo, y esto es mucho decir; porque debe recordarse que los gatos negros son todos brujos. La gata en cuestión no tiene un solo pelo blan¬co y es de un comportamiento solemne y santo. La parte de la cocina que más frecuenta es accesible por una única puerta, que se cierra con lo que se llama un picaporte de pulgar. Estos picaportes son toscos y se requiere alguna fuer¬za y destreza para abrirlos. Pero la gatita tiene la diaria costumbre de abrir la puerta, lo que logra de la siguiente manera: primero salta desde el piso hasta el seguro (que se parece al guardamonte sobre el gatillo de una pistola) y a través de éste pasa su pata izquierda para sostenerse. Entonces, con su pata derecha aprieta el picaporte hasta que cede, y para esto frecuentemente son necesarios varios intentos. Sin embargo, habiéndolo bajado, parece darse cuenta de que su tarea ha sido cumplida sólo a medias, puesto que si la puerta no es empuja¬da bien antes de que suelte el picaporte, éste volverá a caer nuevamente en su hueco. Por tanto, ella retuerce su cuerpo de modo que sus patas de atrás que¬den inmediatamente debajo del picaporte, mientras salta con toda su fuerza desde la puerta, y el ímpetu del salto la abre y sus patas de atrás sostienen el picaporte hasta que el impulso sea suficiente para mantenerla abierta.
He observado esta hazaña singular por lo menos cien veces y nunca sin dejar de impresionarme por la verdad del comentario con que comenzamos este artículo, que el límite entre instinto y razón es de naturaleza muy poco clara. La gata negra, al hacer lo que hacía, debe de haber hecho uso de todas las facultades perceptivas y reflexivas que habitualmente suponemos que son sólo cualidades propias de la razón.

 

El Mal de Montano (fragmento). Enrique Vila-Matas

Nota parásita

Me habría encantado ser visitado por los recuerdos personales de Alan Pauls, por los recuerdos del día en que escribió Segunda mano, un capítulo de su libro El factor Borges. Hay en lo que acabo de decir un claro deseo de estar en la piel de un ensayista admirado y un deseo en el fondo menos extraño que el deseo de ser piel roja de Kafka. Lo que a nadie debe sorprender es que admire Segunda mano, pues se trata de trata de una reflexión especialmente aguda en torno al parasitismo literario del gran Borges, en torno a un tema -el del vampirismo libresco- que en las calles de Nantes me había mantenido muy inquieto y preocupado y que se solucionó de golpe al convertirme en parásito literario de mí mismo, descubrimiento feliz que tal vez podría haberme llegado antes de haber sabido aquel día de la existencia de El factor Borges, libro que encontré la semana pasada aquí en Barcelona en casa de Rodrigo Fresán.
Alan Pauls comenta en Segunda mano los efectos benéficos que tuvo en el Borges principiante una crítica adversa que en 1933 escribió un tal Ramón Doll sobre Discusión, el libro de ensayos que Borges había publicado un año antes. Ramón Doll era un crítico nacionalista que en su libro Policía intelectual arremetía contra Borges acusándole de parásito literario: “Esos artículos, bibliográficos por su intención o por su contenido, pertenecen a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien; o en dar por inédito a Don Quijote de la Mancha y Martín Fierro, e imprimir de esas obras páginas enteras; o en hacerse el que a él le interesa averiguar un punto cualquiera y con aire cándido va agregando opiniones de otros, para que vean que no, que él no es unilateral, que es respetuoso de todas las ideas (y es que así se va haciendo el artículo).”
¿Voy a repetir mal lo que Alan Pauls ha dicho bien? Espero que no, pongo aire cándido y escribo que Pauls dice que el pobre Dolls está escandalizado, sí, pero que su escándalo no tiene por qué empañar el hecho de que los cargos que levanta contra Borges suenan particularmente atinados. Y comenta Pauls que Borges, contra toda expectativa del policía Doll, es muy probable que no desaprobara las palabras del crítico, sino más bien todo lo contrario: “Con la astucia y el sentido de la economía de los grandes inadaptados, que reciclan los golpes del enemigo para fortalecer los propios, Borges no rechaza la condena de Doll, sino que la convierte -la revierte- en un programa artístico propio. La obra de Borges abunda en esos personajes subalternos, un poco oscuros, que siguen como sombras el rastro de una obra o de un personaje más luminosos. Traductores, exegetas, anotadores de textos sagrados, intérpretes, bibliotecarios, incluso laderos de guapos y cuchilleros: Borges define una verdadera ética de la subordinación en esa galería de criaturas anónimas (…) Y Pierre Menard corona una larga serie de sumisiones literarias escribiendo de nuevo unos capítulos del Quijote, ¿qué es Pierre Menard sino el colmo del escritor parásito, el iluminado que lleva la vocación subordinada a su cima y a su extinción?”
Esos personajes subalternos, esa ética de la subordinación, unen a Borges con Robert Walser, el autor de Jacob von Gunten, esa novela que es al mismo tiempo un diario de memorable arranque: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada.”
El propio Walser fue siempre un subalterno y podía perfectamente ser uno de sus propios personajes y también uno de los oscuros personajes de Borges. De hecho, Walser trabajó de copista en Zurich, acudía de vez en cuando -el nombre parece inventado por Borges para un cuento de copistas o por el propio Walser, pero no lo es, no es inventado- a la Cámara de escritura para desocupados y allí “sentado en un viejo taburete, al atardecer, a la pálida luz de un quinqué de petróleo, se servía de su elegante caligrafía para copiar direcciones o hacer trabajillos de este género que le encomendaban empresas, asociaciones o personas privadas”.
Walser trabajó en muchas cosas, siempre de subalterno, decía encontrarse bien “en las regiones inferiores”. Fue, por ejemplo, dependiente de librería, secretario de abogado, empleado de banca, obrero de una fábrica de máquinas de coser, y finalmente mayordomo en un castillo de Silesia, todo ello con la voluntad permanente de ir aprendiendo a servir.
Llevado también yo por cierta voluntad de servicio, quisiera decirle al lector que, salvando las insalvables distancias, mi modus operandi literario a veces puede recordar, aunque no caí en la cuenta hasta hace poco -hasta que leí Segunda mano-, al de Borges. Parásito literario lo fui ya en el primer poema que escribí, unos versos amorosos que intentaban enamorar a una compañera de la escuela. Construí el poema copiando directamente a Cernuda e intercalando de vez en cuando, muy de vez en cuando, un verso propio: “Te amo en la bondad de tu patria de bruma”, por ejemplo.
No enamoré a la compañera de escuela, pero ella me dijo que escribía muy bien. En lugar de acordarme de que el poema en un ochenta por ciento pertenecía a Cernuda, pensé que eran los versos propios -que se habían desarrollado gracias a la compañía de un gran poeta- los que habían gustado a la muchacha. Eso me dio una gran seguridad desde aquel día, influyó decisivamente en mis siguientes pasos literarios. Poco a poco el porcentaje de lo copiado en mis poemas fue decreciendo y así lentamente, pero con cierta seguridad, fue apareciendo mi estilo propio y personal, siempre construido -poco o mucho- con la colaboración de los escritores, a los que les extraía la sangre para beneficio propio. Sin prisas, fui haciéndome con un poco de estilo propio, no deslumbrante pero suficiente, algo inconfundiblemente mío, gracias al vampirismo y a la colaboración involuntaria de los demás, de aquellos escritores de los que me valía para encontrar mi literatura personal. Sin prisas, llegando siempre después, en segundo término, para acompañar a un escritor, a todos los Cernuda que iba descubriendo, que aparecían como primeros, como originales. Sin prisas, como esos personajes subalternos de Walser o aquellos tan discretos de Joseph Roth, que pasan por la vida en fuga sin fin, situándose al margen de la realidad que tanto les molesta y también al margen de la existencia para defender frente al mecanismo de lo idéntico -hoy tan imperante en el mundo- un residuo extremo de irreductible individualidad, algo inconfundiblemente suyo. Yo encontré lo mío en los otros, llegando después de ellos, acompañándoles primero y emancipándome después.
Creo que puedo ahora decir, por ejemplo, que gracias al bastón protector de Cernuda comencé a caminar por cuenta propia y fui descubriendo qué clase de escritor era, y también a no saber quién era o, mejor dicho, a saber quién era pero sólo un poco, de igual forma que mi estilo literario es tan sólo un residuo extremo, pero eso siempre será mejor que nada, y lo mismo puede aplicarse a mi existencia: tengo un poco tan sólo de vida propia -como se va observando en este tímido diccionario-, pero ésta es algo inconfundiblemente mío, lo cual sinceramente ya me parece mucho. Dado como está el mundo, ya es mucho tener algo de autobiografía.
Me conozco poco, pero tal vez sea mejor así, tener una vida “escasa a propósito” (que diría Gil de Biedma), pero al menos tener algo de vida, lo que no muchos tienen. Tal vez sea mejor así, pues como le decía Goethe a Eckermann: “No me conozco a mí mismo y espero en Dios no conocerme nunca.”
No conocerse nunca. Es lo que creía Musil que pasa con los diarios íntimos. Él pensaba que la diarística sería la única forma narrativa del futuro, pues contiene en sí todas las formas posibles del discurso. Ahora bien, esto no lo decía precisamente con entusiasmo, más bien creía que era una pérdida de tiempo o una superstición pensar que el diario puede, por ejemplo, ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. El mismo diario que él llevaba ilustra sobre esta desconfianza hacia el diario íntimo, pues éste no es otra cosa que el negativo abrumador de una autobiografía, su más perfecta impugnación. En la versión de Musil el diario era el género sin atributos por excelencia, nada extraño si sabemos que opinaba que en los diarios íntimos quien los escribe “no tiene nada que escuchar ahí” y se preguntaba qué es lo que se pretende escuchar: “¿Los diarios? Un signo de los tiempos. Se publican tantos diarios. Es la forma más cómoda, la más indisciplinada. Bien. Es posible que pronto no se escriban más que diarios, juzgando el resto no potable (…) Es el análisis mismo: nada más y nada menos. No es arte. No debe serlo. ¿De qué sirve escucharse ahí?”
No conocerse nunca o sólo un poco y ser un parásito de otros escritores para acabar teniendo una brizna de literatura propia. Se diría que éste fue mi programa de futuro desde que empezara a escribir copiando a Cernuda. Tal vez lo que he hecho es ir apoyándome en citas de otros para ir conociendo mi exiguo territorio propio de subalterno con algunos destellos vitales y al mismo tiempo descubrir que nunca llegaré a conocerme mucho a mí mismo -porque la vida ya no es una unidad con un centro, “la vida”, decía Nietzche, “ya no reside en la totalidad, en un Todo orgánico y completo”-, pero en cambio podré ser muchas personas, una pavorosa conjunción de los más diversos destinos y un conjunto de ecos de las más variadas procedencias: un escritor tal vez condenado, tarde o temprano -obligado por las circunstancias del tiempo que me ha tocado vivir-, a practicar, más que el género autobiográfico, el autoficticio, aunque para que me llegue la hora de esa condena cabe esperar que me falte mucho, de momento estoy enzarzado en un entrañable homenaje a la Veracidad, metido en un esfuerzo desesperado por contar verdades sobre mi fragmentada vida, antes de que tal vez me llegue la hora de pasarme al terreno de la autoficción, donde sin duda, si no me queda otra salida, simularé que me conozco más de lo que en realidad me conozco.
Decía Walter Benjamin que en nuestro tiempo la única obra realmente dotada de sentido -de sentido crítico también- debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras. Yo a ese collage le añadí en su momento frases e ideas relativamente propias y poco a poco fui construyéndome un mundo autónomo, paradójicamente muy ligado a los ecos de otras obras. Y todo para darme cuenta de que, debido a esa forma de obrar, jamás llegaría a nada o apenas llegaría a mucho, como los estudiantes para mayordomo del Instituto Benjamenta. Pero eso no habrá de impedir que aquí en este diccionario siga contando verdades sobre mi fragmentada y exigua pero suficiente vida.
En fin, fui parásito y sufrí por ello. En Nantes el drama llegó a su cima más extrema. Y descendí, como suele ocurrir cuando se sube tan alto a las cimas de la tragedia. Descendí y vi que no tenía por qué preocuparme de mi historia de parásito, sino convertirla –revertirla- en un programa artístico propio, convertirme en un parásito literario de mí mismo, sacar partido de la reducida pero autónoma parte de mi angustia y de mi obra que podía considerar mía. Luego leí Segunda mano de Pauls y aún quedé más tranquilo cuando vi, por ejemplo, que Borges había sido un caso muy creativo y astuto de parasitismo literario.
Nada tan confortante como esa idea de Pauls de que una importante dimensión de la obra de Borges se juega en esa relación en la que el escritor llega siempre después, en segundo término, en plano subalterno –con biografía mínima, pero con biografía, lo cual ya es mucho-, llega siempre más tarde ese escritor y lo hace para leer o comentar o traducir o introducir una obra o un escritor que aparecen como primeros, como originales. Ya decía Gide que tranquiliza mucho saber que original siempre es el otro.

 

Literatura y Veneno

Cuando los escritores destruyen a sus colegas
por CLAUDIO MAGRIS

Según Brecht, Baudelaire es un poeta pequeño burgués cuyas palabras son como chaquetas usadas que han sido recicladas; mientras que para Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no le pueden interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes acartonados y por Döblin como un romántico anticuado. Proust es liquidado con un sólo término, “patrañas”, por Beckett, y éste último es etiquetado a su vez como inútil epígono de Maeterlinck por Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es aburrido; y Joyce es un mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y muchos otros. Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus, Eliot y Pound; la Divina Comedia, para el expresionista alemán Albert Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de un poeta musical, pero monótono. La lista podría seguir hasta donde se quiera.

Los poetas insultan a los poetas —como dice el título de una antología de tales injurias compilada en alemán por Joerg Drews— con una ferocidad que difícilmente se verifica en las rivalidades rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos, desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios de muchos grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular obtusidad de juicio o una pálida y pueril envidia, incapaz de controlarse o de enmascararse. El artículo de Drews —pero no sólo este— muestra el escenario literario (y en general el artístico) como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor, de generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano: en la familia, en la oficina, en el mercado y en el partido político. Este mezquino y faccioso desconocimiento del otro —que con tanta frecuencia le tuerce de envidia la boca a escritores que incluso, en otras circunstancias, han proferido grandes palabras de humanidad— a veces se justifica con la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya, metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y secular, poner en duda su legitimidad y, por lo tanto, empujarlo a rechazar sectariamente esa obra clásica, así como también puede suceder lo contrario. En tal caso, el juicio es descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un sufrimiento, desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo explican y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede entender por qué tuvieron necesidad de hacerlo.

Sin embargo, todavía es más frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado. En este sentido, los consumidores de arte —lectores, escuchas, espectadores— son mucho más libres y generosos (más poéticos que los productores de las obras que ellos aman y admiran, porque, en su sano politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa quitarle nada a Beethoven y que se pueden y se deben amar a la vez a Brecht y a Baudelaire, a Proust y a Beckett. Como en la casa del Padre, según el proverbio de la Escritura, también en la casa del arte —de todo arte— existen muchas moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas todas sin agraviar a ninguna. Pero el poeta, que por una parte es mensajero y portador tan alto de humanidad, de poesía, a menudo parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia: envidia que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden de un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa y únicamente mal y negación, disgusto ante la visión de una alegría de los otros que no nos quita nada y debería alegrar a todos, porque la existencia de Ana Karenina es un enriquecimiento incluso para quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El poeta, no como hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad, como lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador mezquino, miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o prometeico rebelde?

Los premios literarios, con sus batallas al interior de la rosa de los premiados, procrean odios y bajezas que al compararlas, las pugnas políticas y económicas, incluso las criminales, muestran un espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo sabía Thomas Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los grandes, los más infelices y lesionados en su propia persona sean los hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus padres no por meras exigencias de trabajo (como en el caso de los políticos, de los empresarios o de los marineros, siempre en viaje y poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su familia) sino por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres dedicados a las Musas. La intolerancia del artista —incluso aclamado—, ante las alabanzas que se le rinden a un colega suyo, revela cómo el artista está, a la par y acaso más que otros, obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de que cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento de su producto. No por casualidad, los insultos literarios más corrosivos son dirigidos a colegas contemporáneos activos en el mercado del espíritu y del dinero. Hace años, un escritor que yo apreciaba y sobre el cual escribí con entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo porque yo también había escrito, con pasión, sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y que, por lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo había dañado. Incluso esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados, que se podrían citar.

Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis del que habla la Escritura también es la frecuente y desconcertante contradicción frente a la cual nos ubica el arte y los artistas. Por un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas de humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente sino vivir concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las elecciones, los valores de la existencia; gracias a ellas realmente sabemos lo que es el amor, la valentía, la fidelidad, la bondad, la pasión erótica, la piedad, el delirio, el miedo, la traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o el rechazo de Dios.

Por otro lado, a menudo, el artista, casi como si realmente hubiese sido invadido por un dios que habla a través de él como lo quiere el mito, está entre los primeros en olvidar o en violar esa humanidad que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la tragedia de Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta, genialmente, al antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más tarde, paradójicamente, lo hará suyo; la lista, también en este caso, es larga. Nos gusta considerar a los escritores cual custodios de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia por la política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a Yugoslavia, fueron a menudo los escritores los que incitaron al más salvaje de los odios nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al fascismo inmediatamente después del asesinato de Matteotti; ni los escritores franceses que viajan a Moscú para asistir devotamente a la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de muchos de sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta, potencialmente totalitaria, y es rechazada, pero de vez en cuando resulta necesario volver a ajustar cuentas con ella, con la verdad que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está llamada a subordinar la existencia a su significado más alto que la trasciende, como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio Garzanti en su fascinante Amare Platón— “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está llamada a expresar la verdad de la existencia, que también es brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y maldad.

El arte ilumina a fondo estas contradicciones y para hacerlo está obligada —o naturalmente llevada— a identificarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo tanto, la poesía es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras, que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son ilusorias sombras, pero, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El Yo poético mismo se siente incierto como una sombra; el escritor deviene su propio ghost writer, como en la reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del Paese.

El espíritu del hombre, se dice en el Fedro, es portado hacia lo alto y lo verdadero por un caballo; y arrastrado hacia lo bajo de sus propias miserias por otro. Quizá la función de todo arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y representar lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o mejor dicho, a nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo seguimos, no sólo en desordenadas pero fuertes pasiones, sino también en vanas enconadas —también en las envidias que testimonian esos insultos entre poetas, quizá inevitables en la debilidad humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo hace Nabokov, es un craso tropezón.

Magris. Entre su obra destacan Utopía y desencanto y El anillo de Clarice.

Traducción de María Teresa Meneses.

Texto tomado de Il Corriere della Sera, 14 de julio de 2006.

Friday, August 04, 2006

 

Plataforma (fragmentos). Michel Houellebecq.


Se ha vuelto muy raro encontrar mujeres que sientan placer y tengan ganas de darlo. Seducir a una mujer que uno no conoce y follar con ella se ha convertido, sobre todo, en una fuente de humillaciones y de problemas. Cuando uno considera las fastidiosas conversaciones que hay que soportar para llevarse a una tía a la cama, que en la mayoría de los casos resultará ser una amante decepcionante, que te joderá con sus problemas, que te hablará de los tíos con los que ha follado antes (dándote, de paso, la impresión de que tú no acabas de estar a la altura), y encima habrá que pasar con ella por cojones el resto de la noche, se entiende que los hombres quieran ahorrarse problemas a cambio de una pequeña suma. En cuanto tienen cierta edad y un poco de experiencia, prefieren evitar el amor; les parece más sencillo ir de putas. Bueno, no las putas de Occidente, no vale la pena, son verdaderos deshechos humanos, y de todas formas durante el año los hombres no tienen tiempo, trabajan demasiado. Así que la mayoría no hace nada; y algunos, de vez en cuando, se dan el lujo de un poco de turismo sexual. Y eso en el mejor de los casos: irse con una puta sigue siendo mantener un pequeño contacto humano. También están los que creen que es más sencillo masturbarse conectados a Internet, o viendo vídeos porno. En cuanto la polla escupe su chorrito, nos quedamos muy tranquilos.


Entonces formulé las bases de una teoría más complicada y más dudosa; los blancos querían ser estar morenos y aprender a bailar como los negros; los negros querían aclararse la piel y desrizarse el pelo. Toda la humanidad tendía instintivamente al mestizaje, a la indiferenciación generalizada; y lo hacía, en primer lugar, a través de ese medio elemental que era la sexualidad. El único que había llevado el proceso a su término era Michael Jackson: ya no era ni negro ni blanco, ni joven ni viejo; en un sentido, ni siquiera era ya ni hombre ni mujer. Nadie podía imaginarse realmente su vida íntima; hacía comprendido las categorías de la humanidad corriente y se las había arreglado para dejarlas atrás. Por eso lo consideraban una estrella, incluso la más grande -y en realidad la primera- del mundo. Todos los demás -Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Marilyn Monroe, James Dean, Humphrey Bogart- podían ser considerados, como máximo, artistas con talento, sólo tenían que imitar la condición humana, transponerla estéticamente; el primero en intentar ir un poco más lejos había sido Michael Jackson.


Desde luego, algo pasa para que los occidentales ya no consigan acostarse juntos; quizás tenga algo que ver con el narcisismo, con el individualismo, con el culto al rendimiento, poco importa. El caso es que a partir de los veinticinco o treinta años a la gente no le resultan nada fáciles los encuentros sexuales nuevos; y sin embargo siguen necesitándolos, es una necesidad que se desvanece muy despacio. Así que se pasan treinta años de su vida, casi toda su edad adulta, en un estado de carencia permanente.


-Así que -continué- por una parte tienes varios cientos de millones de occidentales que tienen todo lo que quieren, pero que ya no consiguen encontrar la satisfacción sexual: buscan y buscan pero no encuentran nada, y son desgraciados hasta los tuétanos. Por otro lado tienes varios miles de millones de individuos que no tienen nada, que se mueren de hambre, que mueren jóvenes, que viven en condiciones insalubres y que sólo pueden vender sus cuerpos y su sexualidad intacta. Es muy sencillo, de lo más sencillo: es una situación de intercambio ideal. El dinero que se puede hacer con eso es inimaginable: más que con la informática, que con la biotecnología, con la industria de la comunicación; no hay sector económico que se le pueda comparar.


Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita. Han perdido por completo el sentido de la entrega. Por mucho que se esfuercen, no consiguen que el sexo sea algo natural. No sólo se avergüenzan de su propio cuerpo, que no está a la altura de las exigencias del porno, sino que, por los mismos motivos, no sienten la menor atracción hacia el cuerpo de los demás. Es imposible hacer el amor sin un cierto abandono, sin la aceptación, al menos temporal, de un cierto estado de dependencia y de debilidad. La exaltación sentimental y la obsesión sexual tienen el mismo origen, las dos proceden del olvido parcial de uno mismo; no es un terreno en el que podamos realizarnos sin perdernos. Nos hemos vuelto fríos, racionales, extremadamente conscientes de nuestra existencia individual y de nuestros derechos; ante todo, queremos evitar la alienación y la dependencia; para colmo estamos obsesionados con la salud y con la higiene: ésas no son las condiciones ideales para hacer el amor. En Occidente hemos llegado a un punto en que la profesionalización de la sexualidad se ha vuelto inevitable. Desde luego, también está el sadomaso. Un universo puramente cerebral, con reglas precisas y acuerdos establecidos de antemano. A los masoquistas sólo les interesan sus propias sensaciones, quieren saber hasta dónde pueden llegar por el camino del dolor, un poco como los aficionados a los deportes extremos. Los sádicos son harina de otro costal, siempre van lo más lejos que pueden, quieren destruir: si pudieran mutilar o matar, lo harían.


Tiene que recordar, mi querido señor [hablaba a la perfección cinco idiomas: francés, inglés, alemán, español y ruso], que el islam nació en pleno desierto, entre escorpiones, camellos y toda clase de animales feroces. ¿Sabe cómo llamo yo a los musulmanes? Los miserables del Sahara. No se merecen otro nombre. ¿Cree usted que el islam podría haber nacido en una región tan fértil? [señaló otra vez el valle del Nilo, con verdadera emoción.] No, señor. El islam sólo podía nacer en un estúpido desierto, entre beduinos mugrientos que no tenían otra cosa que hacer, con perdón, que dar por culo a sus camellos. Cuanto más monoteísta es una religión, piénselo, querido señor, más inhumana y cruel resulta; y de todas las religiones, el islam es la que impone un monoteísmo más radical. Desde que surgió, ha desencadenado una serie ininterrumpida de guerras de invasión y de masacres; mientras exista, la concordia no podrá reinar en el mundo. Ni habrá nunca sitio en tierras musulmanas para la inteligencia y el talento; si han existido matemáticos, poetas y sabios árabes, es sólo porque habían perdido la fe. Al leer el Corán se queda uno impresionado por el lamentable aire de tautología que lo caracteriza: “No hay más Dios que el único Dios”, etc. Estará de acuerdo en que con eso no se puede ir muy lejos. El paso al monoteísmo no tiene nada de esfuerzo de abstracción, como algunos afirman: sólo es un paso hacia el embrutecimiento. Tenga en cuenta que el catolicismo, una religión sutil que yo respeto, que sabía lo que conviene a la naturaleza del hombre, se alejó rápidamente del monoteísmo que imponía su doctrina inicial. A través del dogma de la Trinidad, del culto a la virgen y los santos, el reconocimiento del papel de los poderes infernales, la admirable invención de los ángeles, reconstituyó poco a poco un auténtico politeísmo; y sólo con esta condición ha podido cubrir la tierra de innumerables esplendores artísticos. ¡Un dios único! ¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo inhumano y mortífero!... Un dios de piedra, mi querido señor, un dios sangriento y celoso que nunca debería haber cruzado las fronteras del Sinaí. Si lo piensa, ¡cuánto más profunda, humana y sabia era nuestra religión egipcia! ¡Y nuestras mujeres! ¡Qué bellas eran! Acuérdese de Cleopatra, que hechizó al gran César. Mire lo que queda ahora… [Señaló al azar a dos mujeres con velo que caminaban penosamente con unos fardos de mercancías.] Bultos. Informes bultos de grasa debajo de unos trapos. En cuanto se casan, sólo piensan en comer. ¡Comen, comen, comen!... [hinchó las mejillas en un gesto expresivo, tipo Louis de Funès.] No, créame, mi querido señor, el desierto sólo produce desequilibrados y cretinos. ¿Puede usted citarme a alguien que se haya sentido atraído por el desierto en su cultura occidental, que yo tanto respeto y admiro? Sólo los pederastas, los aventureros y los crápulas. Como ese ridículo coronel Lawrence, un homosexual decadente, un patético presumido. Como su abyecto Henry de Monfreid, un traficante sin escrúpulos dispuesto a plegarse a todos los apaños. Nada grande o noble, nada generoso o sano; nada que pueda hacer progresar a la humanidad, ni elevarla por encima de sí misma.

 

En palabras de Kafka


Hace mucho tiempo solía llevar un diario constante. Desde entonces escribo así, fragmentado. En sus diarios Kafka dice: “Amargo, amargo, esta es la palabra importante. ¿Cómo voy a crear una historia que entusiasme soldando fragmentos sueltos?”. Por supuesto, parece imposible entusiasmar a alguien de esta manera, de hecho lo es. Uno se emociona ante los abismos de Kafka, Pessoa, Cioran, Beckett, Bataille o Gombrowicz no tanto porque comparta dichos abismos, sino precisamente por lo contrario. No los compartimos, hasta nos resultan un poco ajenos e indiferentes. Sin embargo, tenemos nuestros propios abismos, y eso ya es suficiente paralelismo como para lograr identificarse al borde de las lágrimas, creando una especie de shock térmico. Últimamente sólo puedo leer diarios, literatura epistolar o narrativa con estructura diarística. Los diálogos de un narrador omnisciente me resultan poco menos que intolerables.

 

Metodología de lectura..

Vi hace poco en la librería El Sótano un texto de Harold Bloom acerca de una determinada metodología de lectura. ¿Cómo puede alguien escribir un volumen de quinientas páginas al respecto? Leer es tan sencillo como empezar por cualquier lado, sin ninguna especie de orden, identificar a los autores excepcionales (o mejor dicho, los autores que a nosotros puedan parecernos excepcionales), conseguir todos sus libros y a los demás mandarlos a la mierda. Punto. Se pierde mucho bagaje cultural (término predilecto de los eruditos) con este sistema, pero se gana demasiado en cuanto a placer se refiere; la lectura es (o debería ser) una actividad por completo hedonista.


Arcadio Gálvez Olivares
(más textos del autor en www.cuevano.com)

Tuesday, August 01, 2006

 

Genocida de mí mismo..

¿Cuál es la diferencia entre matar moscas o matar ballenas? Tan sólo el tamaño; posiblemente influya también un poco la fealdad de los insectos, lo “amenazadores” que resultan.. su asquerosidad es ofensiva y torturar hormigas o escarabajos no es tan mal visto como torturar perros o caballos, aunque por supuesto en todos el sufrimiento es el mismo. Ahora bien, siguiendo este razonamiento, cada vez que eyaculo me convierto en genocida de mí mismo.

A. H. Ontiveros

 

Fragmentos de Fernando Pessoa

En la vida práctica, los hombres se dividen en tres categorías: los que nacieron para mandar, los que nacieron para obedecer y los que no nacieron ni para una cosa ni para la otra. Estos últimos siempre piensan que nacieron para mandar. Lo piensan incluso más a menudo que los que efectivamente nacieron para mandar.

(Cuévano # 7. Ver más textos de esta edición AQUÍ)

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