Sunday, July 08, 2007

 

El mundo como supermercado (fragmentos)

Michael Houellebecq

Al contrario que la música, que la pintura, incluso que el cine, la literatura puede absorber y digerir cantidades ilimitadas de burla y de humor. Los peligros que actualmente la amenazan no tienen nada que ver con los que han amenazado y a veces destruido a las demás artes; están mucho más relacionados con la aceleración de las percepciones y de las sensaciones que caracteriza a la lógica del hipermercado. Porque un libro sólo puede apreciarse despacio; implica una reflexión (no en el sentido de esfuerzo intelectual, sino sobre todo en el de vuelta atrás); no hay lectura sin parada, sin movimiento inverso, sin relectura. Algo imposible e incluso absurdo en un mundo donde todo evoluciona, todo fluctúa; donde nada tiene validez permanente: ni las reglas, ni las cosas, ni los seres. La literatura se opone con todas sus fuerzas (que eran grandes) a la noción de actualidad permanente, de presente continuo. Los libros piden lectores; pero estos lectores deben tener una existencia individual y estable: no pueden ser meros consumidores, meros fantasmas; deben ser también, de alguna manera, sujetos.
Minados por la obsesión cobarde de lo politically correct, pasmados por una marea de pseudoinformación que les proporciona la ilusión de una modificación permanente de las categorías de la existencia (ya no se puede pensar lo que se pensaba hace diez, cien o mil años), los occidentales contemporáneos ya no consiguen ser lectores; ya no logran satisfacer la humilde petición de un libro abierto: que sean simplemente seres humanos, que piensen y sientan por sí mismos.
Con mayor motivo, no pueden desempeñar ese papel frente a otro ser. No obstante, tendrían que hacerlo: porque esta disolución del ser es trágica; y cada cual, movido por una dolorosa nostalgia, continúa pidiéndole al otro lo que él ya no puede ser; cada cual sigue buscando, como un fantasma ciego, ese peso del ser que ya no encuentra en sí mismo. Esa resistencia, esa permanencia; esa profundidad. Todo el mundo fracasa, por supuesto, y la soledad es espantosa.

En Occidente, la muerte de Dios fue el preludio de un increíble folletín metafísico, que continúa en nuestros días. Cualquier historiador de las mentalidades sería capaz de reconstruir en detalle sus etapas; para resumir, digamos que el cristianismo consiguió dar ese golpe maestro de combinar la fe violenta en el individuo -en comparación con las epístolas de San Pablo, la cultura antigua en conjunto nos parece ahora extrañamente civilizada y triste- con la promesa de la participación eterna en el Ser absoluto. Una vez desvanecido este sueño, hubo diversas tentativas para prometerle al individuo un mínimo de ser; para conciliar el sueño de ser que llevaba en su interior con la omnipresencia obsesiva del devenir. Todas estas tentativas han fracasado hasta el momento, y la desdicha ha seguido extendiéndose.
La publicidad es la última tentativa hasta la fecha. Aunque su objetivo es suscitar, provocar, ser el deseo, sus métodos son, en el fondo, bastante semejantes a los que caracterizaban a la antigua moral. La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado, que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: “Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto.” Al negar cualquier noción de eternidad, al definirse a sí mismo como proceso de renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice, se transforme en el fantasma obediente del devenir. Y se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser.
La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa; sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes. Sigue perfeccionando medios de desplazamiento para seres que no tienen ningún sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte; sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no tienen nada que decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción entre seres que ya no tienen ganas de entablar relación con nadie.

La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad. Por eso fue posible que una poesía paradójica, de la angustia y de la opresión, naciera en medio de los hipermercados y de los edificios de oficinas. No es una poesía alegre; no puede serlo. La poesía moderna ya no aspira a construir una hipotética “casa del ser”, del mismo modo que la arquitectura moderna no aspira a construir lugares habitables; sería una tarea muy diferente de la que consiste en multiplicar las estructuras de circulación y de tratamiento de la información. La información, producto residual de la no permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos.

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